El salón estaba preparado para el baile. Serpentinas por todos lados, y tazones llenos de refrescos. Las sillas estaban colocadas contra las paredes. La gente llegaba y tomaba asiento, sabiendo que habían venido para bailar pero sin saber cómo porque no había música. Tenían globos; tenían tortas. Incluso había un escenario en el cual hubieran podido tocar los músicos, pero no había músicos.
Una vez un tipo larguirucho dijo que era músico. Parecía serlo, con su barba hasta la cintura y un lujoso violín. Todos se pusieron de pie el día en que él se levantó frente a ellos, sacó el violín de su estuche, y se lo colocó bajo la barbilla. Ahora vamos a bailar , pensaron, pero se equivocaron. El hombre tenía un violín, pero sin cuerdas. El movimiento de vaivén del arco producía ruidos como el rechinar de una bisagra sin aceite. ¿Quién puede bailar con ruidos como esos? Así que los danzantes volvieron a sus asientos.
Algunos trataron de bailar sin música. Una esposa convenció a su esposo para que lo intentaran, y se lanzaron a la pista; ella bailaba a su manera, y él a la suya. Ambos esfuerzos eran dignos de encomio; pero distaban mucho de ser compatibles. Él danzaba algo así como un tango sin compañera, mientras ella daba vueltas como una bailarina de ballet. Unos pocos trataron de imitarlos, pero puesto que no oían nada, no sabían cómo seguir. El resultado fue una docena de bailarines sin música, moviéndose por todos lados, tropezándose unos contra otros, y haciendo que más de un observador buscara refugio detrás de una silla.
A la larga, sin embargo, los bailarines se cansaron, y todo el mundo volvió a sentarse y a quedarse mirando, y a preguntarse si algo iba a pasar alguna vez. Un día ocurrió.
No todo el mundo lo vio entrar; solo unos pocos. Nada había en su apariencia que llamara la atención. Su apariencia era ordinaria, pero no su música. Empezó a cantar una canción, suave y dulce, cálida y emotiva. Su canción eliminó el hielo del aire y produjo un calor como de crepúsculo de verano en los corazones.
Mientras cantaba, la gente se puso de pie, unos pocos al principio, después muchos; y empezaron a danzar. Juntos. Siguiendo una música que nunca antes habían oído, bailaron.
Algunos, sin embargo, se quedaron sentados. ¿Qué clase de músico es este que nunca prepara su escenario? ¿No trae su banda? ¿No viste traje especial? Los músicos no salen simplemente de la calle. Tienen su séquito, su reputación, una fama que proyectar y proteger. De este tipo, ¡ni siquiera se menciona mucho su nombre!
«¿Cómo podemos saber que lo que está cantando es realmente música?», cuestionaron.
La respuesta del cantante fue al punto:
«El que tenga oídos para oír, úselos».
Pero los que no bailaban se rehusaban a oír. Rehusaban danzar. Muchos todavía rehúsan. El músico viene y canta. Algunos danzan; otros no. Algunos hallan música para la vida; otros viven en silencio. A los que se pierden la música, el músico les hace el mismo llamamiento: «El que tiene oídos para oír, úselos».
Un tiempo y lugar regular.
Una Biblia abierta.
Un corazón abierto.
Deje que Dios se apodere de usted, y permita que lo ame; y no se sorprenda si su corazón empieza a oír música que nunca antes había oído, y sus pies empiezan a danzar como nunca antes.
Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.
(Juan 17.23)
Extraído de: LUCADO, Max, "Just Like Jesus", Editora Tomas Nelson, P.45-46
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